Y si, sentado conversando con mis amigos sin pensar en cómo esa tarde volvería a revivir una historia que creía olvidada, de pronto un amigo muy curioso y sincero me pregunta “¿podrías volver a contarme esa historia que una vez mencionaste hace años atrás?”.
Mirando a todos expectantes comencé:
Esa noche salí de mi hogar, despidiéndome inusualmente de toda mi familia con un beso, agradeciéndole a mi madre lo que me había dado, diciéndole que la amo, cerré la puerta y caminé pensando en la música que quería escuchar, que casualmente contenía el reproductor, que se suscitó de forma aleatoria como debía.
Me reuní con mis amigos para ir en busca de un momento de distención, para mover mi pasión, para sentir mi cuerpo, la vida, la danza, aquella danza que con el pasar del tiempo se volvió un recuerdo, casi difuso, casi impropio. Fue como cualquier otra noche hasta el momento en que logré sentir, decidir que desde ese entonces ya nada sería lo mismo, que debía cambiar, sin saber que mantendría un peso prohibido, una estructura indestructible hasta entonces.
El tiempo era escaso, las cosas debían suceder porque no habría otro momento, porque no debía continuar sino hasta la despedida, pero el retorno fue más poderoso y la lluvia, el frio y el hambre, construyeron un dique, que pronto contendría la realidad.
La brisa fue una fiel compañera, tan sigilosa que imperceptible mantuvo la alegría y la tristeza, que calo profundo en las rocas volviendo arena los cimientos de las huellas venideras. Creó una imagen, creó un sentimiento plasmado de ilusión, confortante suspiro de humanidad, de compañía, de felicidad, algoritmo indescifrable ante la mirada de un ingenuo creyente, esperanzado, feliz.
Sin detonar los fragmentos que a menudo insistían en volverse tenues, se forjó el camino a una confusa manifestación de arte. Poco a poco la vida dio cátedras de inexistencia, de dolorosas caídas, de pasos que mostrarán el avance de la historia.
Sin poder reconocer la derrota, obteniendo victorias unidas a la ficción, crédulos acentos de lenguas distantes, títeres de la verdad, cuyo universo se verá envuelto por demasiados estímulos, por demasiada fantasía, por palabras entrañadas, por placeres inhibidos, buscando salir sin posibilidad alguna, desterrados por la soberbia.
Sin valorar, argumentando sentir, doliendo las justificaciones, al fin llegó a su destino. Un lobo, hambriento, solitario, indefenso sin manada, vagando por la angustia, se detiene ante el camino solo en ocasiones a verificar que las huellas aún no se borren de la arena, con la esperanza de que no haya subido la mar; compungido, impulsivo corre sin aliento, resiste los obstáculos entendiendo que podría continuar, que en algún momento habría un receso para poder descansar, que el tiempo disminuiría lentamente hasta detenerse y reguardar ese sentir hermoso, lleno de vida, de tacto, pero sin poder vislumbrar la verdad con el tiempo, que el resguardo comenzaría una vez que detenido, todo, toda, cuanta vida existiera, se detendría para ser observada, para ser dolida, para perdonar.
Ese día la música toco una melodía extensa, una serie lógica y racional, cuya aritmética como en todo lo previsto no podía sino regresar al inicio, para volverse a tocar.
Una mañana sin previo aviso, abordó al mismo tiempo, un fénix, un caballo y un tigre al andar, la vida que el lobo debía dejar, manifestando estar de acuerdo, en que el punto de encuentro debía esperar, que así como el halcón vuela lejos, el cóndor más alto y más distante se iba a encontrar.
Ese día camino a mi hogar, después de mucho sentir, de suficiente pensar, tome un camino distinto, más largo de lo acostumbrado, algo entretenido, algo dolido, sin la comprensión necesaria, sin la planificación rutinaria, prescindiendo de la palabra, ordenando sin el resguardo, documentando cada instante que debía perdurar.
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